sábado, 12 de noviembre de 2011

Esta es la historia

Esta es la historia de mi muerte. El 24 de febrero de 2010 firmaron mi sentencia a la pena capital.
Desperté con una agradable sensación de calidez. Me sentía como flotando, en plena paz. Recuerdo que me encantaba estar ahí, sin preocupaciones, sabiendo que nada podía hacerme daño, palpando esa seguridad inexpugnable. Tengo que admitir que desde ese momento lo tuve todo: quería comer, me daban; quería dormir, dormía. Sabía que cualquiera querría estar en mi situación. Aunque en realidad, ahora me doy cuenta de la suerte que tenía. De vez en cuando notaba ardores, ahora sé que fue por culpa del alcohol y del tabaco, pero claro, nunca me planteé que fuesen esos los motivos, ya que ni fumo ni bebo. También sufría por el estrés, pero estaba totalmente tranquilo. Sin embargo, el balance era positivo. Firmaría en este instante el seguir ahí todo el tiempo que me dejasen, aunque obviamente, me intrigaba lo que pasaba ahí fuera.
Me viene a la memoria esa emoción que sentía al apreciar mi crecimiento. Medraba cada vez más, ¡y yo no hacía nada! Era espectacular. Hasta disfrutaba de mi pereza. Tan feliz llegué a ser, que necesitaba moverme para expresarme. ¡Ah! Y también daba patadas, aunque sin querer muchas veces. Es que aunque no lo parezca y lo pinte tan bonito, a veces estaba incómodo.
Lo que más miedo me daba era que en el momento de darme a conocer no me quisieran. El “y si” rondaba en mi cabeza. ¿Y si soy feo? ¿Y si soy malo? ¿Y si soy un llorón? ¿Y si como demasiado? También temía experimentar nuevas sensaciones. Con lo calentito que estaba, sabía que en ningún sitio iba a estar mejor. Pero no me provocaba desasosiego. ¿Para qué angustiarme con lo bien que me cuidaban? No había sitio para la angustia con toda esa dicha.
Pero llegó el momento. Ciertamente, no me lo esperaba, ni siquiera pasó por mi cabeza la idea de que estaba condenado a morir, sobre todo porque ningún delito he cometido. Supongo que ninguno en mi situación pensó siquiera en ello. Pero así era. El pinchazo fue lo que me despertó esta vez. Dicen que es una muerte sin dolor, pero yo me retorcí en cuanto noté ese suplicio. Era una tortura. No podía entender lo que estaba pasando, pero comprendí que no era nada bueno. La calidez se disipó para dar paso al gélido frío. Las patadas se acentuaron, pero no con afán de dañar a nadie, sino para advertir que me encontraba mal. Pero creo que no las notaron. Quería gritar pidiendo socorro. Solo deseaba que ese tormento parase, que cesara ese sufrimiento. En vano.
Me hubiese gustado ser abogado. O bombero, o fontanero, o médico, o escritor, o filósofo, o astronauta. ¡No, no! ¡Mejor futbolista! Ya conocéis mis patadas… Podría haber sido músico, o un genio de las matemáticas. Pero no me dejaron. También aspiraba a conocer mucha gente, a percibir la cercanía de la amistad. Anhelaba el captar qué se siente al amar a una persona. También curiosidad por saber cómo sería la chica de mis sueños, mi futura mujer, mis posibles hijos. Pero no me dieron la oportunidad de que el mundo me conociese. ¿Quién sabe? ¡Incluso podría haber descubierto la cura para el cáncer! Sin embargo no sé ni dónde acabaron mis restos. Quizá en una pequeña bolsa negra de basura. Quizá sigue en el Centro Médico.
Esta es la historia de mi muerte. Y, aunque pueda parecer raro, no le guardo ningún rencor a mi madre. A los que les guardo animadversión es a esos señores trajeados que me sentenciaron, a esas ciento treinta y dos  personas que creían que le estaban haciendo un favor a la sociedad dejándome sin opciones para defenderme, a esas ciento treinta y dos manos que se levantaron sin ningún atisbo de temblor o duda, a esas ciento treinta y dos conciencias que, como yo, no existen.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho Mateo. Se me han puesto los pelos de punta... Da mucho que pensar.

    ResponderEliminar