miércoles, 12 de octubre de 2011

JMJ 2011

-Mateo, ¿quieres ir a la JMJ de Madrid o no?
-Si, quiero.

He tardado en escribir acerca de este espectáculo para la vista, los oídos y el alma. Comprenderé al aturdido que no quiera leer lo que tengo que decir acerca de esta experiencia, al fin y al cabo, son solo palabras. Sin embargo, me siento en la necesidad de contarlo, ¡tengo que compartirlo! Invito a los que hayan asistido a rememorar con estas letras lo vivido en ese lugar y en ese momento. A los que no hayan asistido o sean ateos renegados, también.


 Un jueves 25 de Agosto aparecí junto a una comitiva procedentes todos de Vigo, en el Colegio Mayor La Estila  de Santiago de Compostela. Siendo sincero, a las 7 de la mañana mi cuerpo y mi mente se hacían uno para hacerme la misma pregunta: ¿qué haces aquí con este frío que pela? Y se exasperaban de igual modo con mi respuesta: buena pregunta. No, no sabía lo que hacía allí. Sin duda el sueño y las bajas temperaturas húmedas características de mi querida Galicia no servían de mucha ayuda para aclarar los motivos de mi presencia en ese lugar. Sin embargo, seguía presente en mi cabeciña somnolienta la sensación de que algo grande se estaba cociendo en Madrid. Y tenía muchas ganas de saber qué era. Del viaje en autobús hay poco que decir, salvo que en 5 horas no conseguí dormir ni un par de minutos, pero el viento gélido del viejo Santiago despeja a cualquiera, así que la modorra dejó de ser un problema.


 Nada más llegar a Madrid, las sensaciones alimentadas por las noticias que corrían como agua se confirmaron. Gente y más gente. Jóvenes y más jóvenes. Ríos y ríos de cabezas a izquierda y derecha. Nos alojamos en un colegio de las afueras llamado Las Tablas, y nos apresuramos a coger el Metro no sin antes aprovisionarnos de lo necesario. El mundo subterráneo también era una fiesta. Personas de diferente sexo, raza, edad y bandera se agolpaban en esos túneles. Ya en el Metro, fuimos los primeros en empezar a cantar, saltar y disfrutar. Nadie se molestaba ni se escandalizaba, todo lo contrario: nos uníamos a ellos y ellos a nosotros. Italianos por un lado, africanos por otro, todos jaleaban. Es muy difícil no contagiarse de tanta alegría aunque, cierto es, tampoco pusimos ningún impedimento. Al llegar a Colón noté cómo mis ojos se agrandaron, y no fue por mi condición de provinciano aturdido en una gran ciudad, ya que todos a mi alrededor dibujaban un gesto de asombro en sus caras. Miles de personas, cientos de miles mirando atentamente a la pantalla, escuchando al Papa en el Vía Crucis. Asombroso también el comportamiento de todos esos fieles. Guardando silencio (dentro de lo que cabe) y escuchando, escuchando muy atentamente a las palabras del Santo Padre. Increíble. Ni que decir tiene que no encontramos los mejores sitios, estábamos muy alejados de él, sin embargo luchamos por un puesto cerca de las vallas que guardaban esos policías que también estaban impresionados con la muchedumbre para intentar ver al Papamóvil que pasaría por allí al concluir el Vía Crucis. Ahora añoraba el frío de Santiago. Hacía un calor tremendo, incluso los del Sur más acostumbrados a climas extremos resoplaban ante la insistencia del Sol. De cara al final de la celebración, tenía un ojo puesto en la pantalla y el otro oteaba el horizonte esperando verle, y como yo, todos. No era una estrella de rock, ni tampoco una actriz de Hollywood, pero era el Papa, la cabeza de nuestra Iglesia. Y lo vi. No muy de cerca, pero lo vi. Una gran emoción, realmente grande. Intenté grabarlo con el móvil, para poder recordar ese momento con algo más de calma, pero entre los empujones y la infinidad de cabezas que se extendían ante mis ojos, no pude hacer un gran vídeo. Un hombre pequeñito, con una cabeza prodigiosa y con unos hombros que cargaban con la responsabilidad de guiar a toda esa gente y a muchos más. Sin embargo, cuando me acuerdo de la imagen del Santo Padre, siempre lo veo sonriente. Siempre sonríe, siempre ríe, siempre alegre, siempre esperanzado, siempre esperanzador, siempre vitalista, siempre cariñoso, siempre cercano, siempre amable, siempre. Hasta sus ojos sonreían y se hacían cómplices del júbilo reinante a su alrededor. Qué grande es.


 Al llegar la noche, y haciendo caso a nuestras tripas beligerantes, quisimos hacer uso de nuestros ticket del peregrino y después de mucho buscar, nos pusimos las botas en un establecimiento de "fast food". Tenía la esperanza de que el calor disminuyera, pero no daba tregua, así que al llegar a Las Tablas, unos amigos y yo cogimos los sacos y los sacamos al exterior, a lo que parecía un campo de fútbol sala descubierto. Una vez aposentados, compartimos opiniones e hicimos funcionar a nuestras cabezas. Es curioso observar cómo una concentración de este calibre nos hace ganar interés por asuntos que en nuestra vida corriente no solemos mencionar más de cinco minutos, y en muchas ocasiones, ni eso. Dormimos corto pero tendido y, lejos de regalarnos un nuevo día fresco y tranquilo, el sol volvía con toda su fuerza y hacía de despertador natural. Después de una ducha bien fría, de llenar las barrigas con el desayuno y de una Misa en el oratorio del centro, partimos hacia Cuatro Vientos.

¿Cuatro Vientos? Un poco irónico el nombre. A mí con uno me llegaba, pero ni eso. Calor, calor y más calor. Pero los que hayáis ido compartiréis conmigo que eso fue lo de menos. Había un ambientazo, yo no me lo creía. Allí me encontré a casi todo el mundo, de todas partes de España. Era alucinante. A la llegada del Papa tan sólo se oían cánticos y vítores. Llegada la noche, el Santo Padre leyó su discurso en un muy buen castellano. Después les llegó el turno a personas de diferentes lugares del mundo para hacer preguntas al Papa sobre cuestiones clave en la sociedad actual. Una vez los escuché, saqué una conclusión muy clara: Somos unos sibaritas. Lo tenemos todo, y aún queremos quejarnos. Nadie habló de "me ha dejado mi novia" ni de "mi blackberry no funciona". Hablaron de problemas reales, dificultades tremendas que asolan nuestro planeta y que como nosotros solo las vemos en la tele, no reflexionamos ni pensamos. Y seguro que al acabar de leer esta entrada, os olvidaréis de seguir reflexionando y buscando soluciones. Porque somos así: quejicas. En fin, la cuestión es que cuando ya le tocaba al Papa responder a esas preguntas (lo cual es lo que más me interesaba) el cielo nos dio lo que llevábamos todo el día pidiendo: lluvia. Pero apareció en el peor momento. La cuestión es que jarreaba. Truenos, rayos, viento. Gente gritando y buscando guarecerse en cualquier lugar. Miré a la pantalla y vi al Papa. Y me impresionó nuevamente. Intentaban taparle de cualquier modo para que no le llegase ni una gota de agua, cosa lógica. Pero él apartaba un poco el paraguas para obtener visibilidad. Quería vernos. Estaba preocupado por esos gritos. Entonces dijo algo así: seguro que si rezamos mucho para de llover. Poco después se retiró a secarse supongo. Y aquí fue  cuando mejor me lo pasé. Los que íbamos en el grupo de Vigo, lejos de querer taparnos de la lluvia y el viento, empezamos a cantar, a bailar y a gritar, y quiero pensar que contagiamos un poquito a todos los demás. La gente siguió bailando y cantando al Papa, y cuando éste salió, estoy convencido de que le impresionamos todos, porque nos agradeció nuestra fortaleza y nuestro espíritu. Parece que suena muy general, un mensaje poco personal. Pero ahí está otra de las virtudes de Benedicto XVI, otra de sus habilidades nacidas de su bondad: es capaz de hablar con cada uno cuando habla con todos. Y cuando digo todos, no éramos diez, ni cien, ni mil. Éramos un millón y medio de jóvenes.


En la pantalla iban apareciendo los rostros de las personas que estaban allí con nosotros. Chicas emocionadas, chicos sonrientes. La visita del Papa nos provocó a todos un efecto fantástico: estábamos en paz. Al menos así me sentía yo. ¿Calor apabullante? Sí. ¿Océanos de gente? También. ¿Incomodidad física? Bastante. ¿Cansancio? Todo y más. Pero, ¡eh, mírales! ¡Siguen sonriendo, sigue la emoción!


A la hora de la Vigilia, Cuatro Vientos se concentró en escuchar el silencio. Podía apreciarse cómo un millón y medio de bocas permanecían cerradas salvo un par de polacas desorientadas. Se podían oír el millón y medio de respiraciones aguantadas por ese espectáculo para la vista. Los grillos y las cigarras cantando "a capella", nunca tuvieron tanto público. Se suponía que era tiempo de orar, pero yo no podía ni quería evitar mirar a mi alrededor. Era un silencio ensordecedor. Escalofriante. Maravillosamente espeluznante. El cielo de vez en cuando rugía para avisarnos de que seguía ahí. Y ahí me quedé. Sentado, en la noche madrileña. Y yo volvería a pasar todo ese calor, toda esa incomodidad, todo ese cansancio con tal de estar ahí, en ese momento y en ese lugar. Sin pensármelo dos veces.

Esta es la juventud del Papa.